Por qué soy minimalista

Cuando entras en mi apartamento, “minimalista” no es la primera palabra que viene a tu mente. Uriel y yo tenemos más de un librero lleno de libros. Judá tiene bastantes juguetes y probablemente estén regados por el suelo. No hay muchas decoraciones, pero las paredes no están completamente vacías.

Con todo, sigo considerándome minimalista. Procuro tener solo lo que necesito y realmente utilizo. Trato de estar consciente de cada cosa que hay en mi casa (aunque todavía no lo logro en el armario de visitas ni en la gaveta debajo del lavaplatos). Dono con frecuencia aquello que ya no necesitamos. Puedo ordenar prácticamente toda mi casa en 20 minutos porque cada cosa tiene su lugar.

¿Cómo empezó todo? Déjame contarte la historia.

Enla casa donde crecí éramos un poco acumuladores. No éramos ricos (¡lejos!), pero teníamos muchas cosas. MUCHAS cosas. El armario estaba a reventar de ropa; las repisas del baño llenas de toda clase de productos (con frecuencia ya caducados); teníamos cajas repletas de VHS viejos y dibujos de la infancia. Era raro cuando nos deshacíamos de algo, porque de alguna manera podría ser útil algún día.

Tener todas estas cosas nos brindaba una especie de seguridad. Si algo pasaba y nos quedábamos sin sustento económico, por lo menos teníamos nuestras cosas. Cosas viejas, cosas rotas, cosas que ya no nos gustaban, pero cosas al fin.

Después, ya casada y con mi propia casa, la situación cambió un poco. Pero solo un poco. No tenía tantas cosas como antes, pero de todos modos me gustaba acumular. Aceptaba bolsas de ropa usada de mi familia; ropa que no necesariamente me encantaba o me quedaba bien, pero que pensaba “me sería útil” algún día. Compraba libros que dejaba empolvarse en los estantes, porque algún día podría leerlos o porque me servirían para “enriquecer” mi biblioteca personal. Tenía cientos de libretas, plumas, cuadernos, y demás artículos de oficina; Office Depot es una especie de Disneylandia para mí.

Siendo honesta, no solo se trataba de seguridad económica, de tener “por si acaso”. También acumulaba porque quería convencerme de que yo era cierta clase de persona. Tener esos libros en mi biblioteca significa que soy culta. Tener muchas libretas y plumas significa que estoy lista para escribir más y mejor. Soltar esos zapatos o esas bolsas significaba admitir que había gastado 600+ pesos sin pensar.

Pero llegó el momento en que tuve que aceptar que aferrarme a las cosas jamás iba a convertirme en cierta clase de persona, y que tampoco me iba a devolver lo que invertí en ellas. De hecho, yo seguía gastando en cada una de esas posesiones. Quizá ya no me costaban dinero, pero sí me costaban espacio, tiempo, y energía. Mi casa estaba llena de cosas que me recordaban todo aquello que yo no era (pero que alguien me decía que yo “debía ser”) y encima de todo tenía que invertir mi tiempo en mantener todo limpio y ordenado.

Así que empecé a soltar. Me armé de valor y con la ayuda de mi esposo busqué un nuevo hogar para aquellas cosas que simplemente estaban de más. La mayoría las regalé (soy terrible para vender). Poco a poco las cosas fueron disminuyendo y el espacio vacío creciendo. Espacio que me permitió disfrutar de las cosas que realmente servían un propósito específico en mi vida.

Pero eso era solo el principio. No tenía idea de que, tan solo en unos meses, Uriel y yo estaríamos empacando en cuatro maletas todo lo que nos quedaba. En noviembre de 2017 nos mudamos a Guatemala y lo único que dejamos atrás fue una caja de libros que (espero) poco a poco nos seguirá.

Lo que empezó como un arranque de desesperación en contra del desorden se convirtió en lo que necesitábamos para tener libertad de abrir nuestras manos y soltar las cosas que teníamos que soltar para que nuestras vidas cambiaran por completo.

Nuestra casa en México nos encantaba y disfrutamos mucho nuestro tiempo allá. Pero nuestro pequeño apartamento en Guatemala, con mucho menos espacio y muchas menos cosas, es el lugar donde debemos estar ahora… y, sí, también nos encanta.

Este es el lugar donde mi esposo aprendió a depender de Dios y no de un sueldo, no solo en teoría sino también en la práctica. El lugar donde aprendimos a abrir nuestra puerta y compartir lo poco o mucho que tenemos con nuestro prójimo. El lugar donde hemos visto a nuestro hijo crecer en mi vientre y donde ahora lo vemos dar sus primeros pasos.

El minimalismo me ayudó a aplicar lo que la Biblia siempre ha enseñado: no debo hacer tesoros en la tierra.

Despejar nuestro entorno y eliminar mucho de aquello que simplemente nos está entreteniendo y ayudando a ignorar a nuestro raquítico ser interior es un excelente ejercicio. Dejar de invertir tanto dinero, tiempo, y energía en las cosas materiales nos libera para invertir todos esos recursos en lo eterno.

Y hace de la limpieza un trabajo mucho más sencillo. Eso nunca está demás.

ProductividadAna Ávila