Por qué soy escritora y no científica
Química Bióloga Clínica. Técnicamente soy eso. Tengo un título universitario que lo demuestra. Estudié ciencias.
Pero no soy científica.
Supe que no lo sería desde mis últimos semestres en la universidad. Aunque algunos de nuestros maestros nos motivaban a llamarnos científicos y nos decían “colegas”, yo nunca pude abrazar ese título.
Verás, siempre me ha gustado la ciencia. La química y la biología me parecen fascinantes. La física y las matemáticas son demasiado para mí, pero admiro a quienes las estudian. Me encanta saber cosas nuevas acerca del Universo y cómo funciona. Mis primeras lecturas fueron enciclopedias para niños; recuerdo pocas novelas pero muchos libros acerca del Antiguo Egipto, la ecología, y el espacio exterior.
Disfruté mucho mis semestres estudiando ciencias de la salud, y si tuviera que regresar en el tiempo, lo haría de nuevo (de hecho, prestaría más atención a mis clases). Pero en la universidad pronto me di cuenta que ser científico es mucho más que tratar de satisfacer mi curiosidad acerca de cómo funciona el mundo.
Cuando hablamos de un científico, nos imaginamos a un genio en bata blanca, recibiendo un premio Nobel por haber descubierto algo fascinante que cambiará la historia para siempre. Pero esa no es la realidad completa de los que hacen ciencia. Ese es solo un momento. Y un momento al que muy pocos llegan.
La vida del científico es dura. Significa pasar meses repitiendo el mismo experimento una y otra vez. Significa decepcionarte por resultados no deseados y accidentes que pueden arruinar semanas de trabajo. Significa encontrarte en callejones sin salida y buscar la manera de escapar, o tener desechar completamente el camino por el que llevabas años andando. Significa tratar de encontrar financiamiento para desarrollar ideas que no muchos entienden. Significa lidiar con papeles y más papeles administrativos. Significa pasar años empujando las barreras del conocimiento en un área tan minúscula que a pocos fuera de tus círculos les parece interesante, mucho menos relevante.
No quiero decir que ser científico no vale la pena. Lo vale, ¡y mucho! Admiro a cada uno de mis amigos y excompañeros universitarios que siguen por ese camino. Por su trabajo conocemos cada vez mejor el universo que habitamos.
Pero para ser científico se necesita realmente amar la ciencia, no solo encontrarla interesante.
Por otro lado, aquí me tienen; son las 11 PM (los que me conocen saben que eso es desvelo extremo para mí). Estoy acostada en el piso junto a la cama de mi bebé dormido y enfermo, escribiendo estas palabras. Y feliz.
La vida del escritor tampoco es color de rosa. Hay días en los que termino acostada viendo al infinito, porque parece que no tengo nada importante que decir. Semanas en las que no puedo dormir porque la cabeza me explotará con todo lo que he tenido que aprender para un artículo. Días enteros con los ojos fijos en la pantalla en blanco, sin saber por dónde empezar. Artículos que costaron mucho trabajo pero quedaron en el olvido y parecieron no ser útiles para nadie. Ideas expuestas sin saber si realmente harán alguna diferencia. Conceptos complejos que dan millones de vueltas en la cabeza hasta que pueden explicarse de manera sencilla. Recibir críticas y comentarios como si no fueras un humano detrás del computador. Escribir y reescribir. Borrar lo que ayer te parecía una obra maestra y volver a empezar.
Pero no quisiera estar haciendo ninguna otra cosa.
Hace algunos años decidí dejar el microscopio y tomar la pluma. No me arrepiento ni por un segundo. Lo mejor de todo es que puedo seguir echando un vistazo dentro del laboratorio y escribir acerca de ello.
Claro, solo si el de la bata me da permiso.